El día que me llevaron al colegio por primera vez, todos los niños lloraban menos yo, pues previamente había obligado a mi madre a jurar que no me abandonaría en aquel lugar. Ella rompió su juramento y me dejó allí, sólo e indefenso. Nunca olvidaré aquella traición.
Las puertas correderas eran negras y gigantes, las ventanas estaban casi pegadas al techo, el profesor era un cíclope cornudo de un solo ojo y nosotros, pequeños e indefensos, éramos su comida.
En la cocina del colegio había un descorazonador. Diariamente sacaban el corazón de algunos alumnos y se los daban para almorzar al resto. Desde entonces no puedo soportar en mi boca el ácido sabor de un corazón chorreante de sangre.
Yo llegué el último a la clase y ningún niño me aceptaba en su grupo. Pronto empezaron las bromas pesadas y las amenazas, hasta que llegó otro niño más rezagado que yo. Esa era mi oportunidad, así que lo reté a singular combate donde armado con un lápiz con la tabla de multiplicar, lo atravesaría por la barriga y lo empalaría en mitad de la clase con las tripas colgándole. Así lo hice. Fue de esta manera como me gané el respeto de mis amiguitos.
En el gimnasio había una cuerda de esas que usan los bomberos para entrenar. Un niño empezó a subir tan arriba que lo perdimos de vista. El profesor subió en su búsqueda pero a los tres días descendió sin haberlo encontrado, así que la dirección del colegio declaró el caso como un expediente X.
Cuando pusieron un pequeño cine en el colegio, nos pasaron una película de indios y vaqueros en blanco en negro. Cuando los siux acorralaban al 7º de caballería en un estrecho desfiladero, una flecha se escapó de la pantalla y atravesó el pecho de un niño. Fue una víctima colateral de aquella terrible batalla.
Las profesoras se quedaban embarazadas unas detrás de otras, las titulares y las sustitutas. Daba igual si eran jóvenes o mayores, feas o guapas, si estaban casadas o solteras, todas quedaban en cinta. El colegio, siempre falto de fondos, montó un pequeño altar en la clase por el pasaban mujeres casaderas previo pago de una módica cantidad.
Teníamos tanta hambre a la hora del recreo que nos comíamos los bocadillos de los niños buenos. Eso era al principio, porque después empezamos a comérnoslos a ellos. Todos los días uno, pero eran tan buenos que se dejaban comer sin quejarse.
Tenía un jeep bugy bugy color naranja que era una chulada. Un día se me cayó en un orificio que tenía el lavabo de los servicios. Muchos años después, cuando ya estaba en el instituto, andaba jugando al baloncesto en las pistas del colegio y entré a beber, entonces me acordé de mi cochecillo. Allí estaba todavía, oxidado, triste, inalcanzable. Mirándome con sus ojillos me suplicó;
¡Rafa, sácame de aquí!
El día que los dos niños más guapos de la clase faltaron, al salir al recreo, Rosalía, la niña más guapa de la clase, me pasó su mano sobre mis hombros y me dijo:
¿Qué te apetece que hagamos hoy?Después de aquella sesión de espiritismo empezó el asunto de la mano negra. Tuvieron que llamar al psicólogo y alguien delató a todos los que participamos en aquella aciaga tarde . Al medium lo quemaron después de terribles torturas. Dicen que cuando expiró en la hoguera del patio, un pájaro negro salió de las llamas emitiendo terribles graznidos.
Papa Pitufo era un profesor estupendo. Por las tardes, andando por las filas de la clase, nos leía las Leyendas de Bécquer. Un día, Minerva no pudo aguantar más y le dijo que todas aquellas historias eran mentira, pero él siguió leyendo como si no la hubiese oído.
La situación en el patio se hizo insostenible. Las dos clases nos zurrábamos sin parar día tras día, así que el profesor de gimnasia decidió poner coto al asunto estableciendo reglas, organizando grupos, cronometrando los tiempos y esas cosas. Él creyó que estaba inventando un nuevo deporte pero nosotros hacíamos lo de siempre pero con árbitro.
Luque ganó un concurso de sevillanas y se llevó el trofeo a clase. Ese día no jugamos al fútbol pues nos pegamos todo el recreo corriendo por el patio y gritando
¡Campeones! ¡Campeones! Como si hubiéramos ganado la copa del mundo. Éramos entonces muy impacientes.
En la cancela, Benito el panadero vendía el pan a los niños. Millones de manos reclamaban su pan.
¡Benito una regañá! ¡Benito un bollo y dos blanditos! ¡Benito tu puta madre! El buen hombre casi no daba abasto, siempre alerta, no podía perder pié. Tenía que mantenerse firme; Caer en aquellos momentos podía suponer la muerte por aplastamiento.
Había unos niños que estudiaban a parte por que eran superdotados. El director decía que eran delincuentes potenciales y tenían el futuro asegurado, así que tenían un programa diferente a los demás. En las clases prácticas fumaban en los servicios, robaban microscopios y les pegaban a los demás niños. Eran unos privilegiados.
La profesora sustituta era joven y estaba muy buena. Cuando nos llevaron a la piscina ella se bañó con nosotros. Fue entonces cuando la marabunta se tiró sobre ella para ahogarla y cogerle las tetas. Yo, bajo el agua, trataba de sacarla a la superficie pero ella negaba con la cabeza mientras sonreía con los ojos entornados.
Había que leer una poesía de Lorca en clase, creo que la muerte de Antoñito el Camborio. El alumno Heredia, por eso de la sangre, le pidió al profesor que le dejara leer a él... fue un desastre; leyó tan mal que el gitano del poema se tiró al río y se ahogó antes de que le asestaran las puñalás.
Malagón, aumentativo de Málaga, se atrevió a contradecir el resultado de una ecuación a Don R. que rojo de ira lo mandó quemar en la hoguera. Cuando lo conducían a la pila con las manos atadas a la espalda, Malagón se atrevió a gritar;
¡y sin embargo el resultado era positivo, no negativo! ¿En que punto de la suma de cuadrados perdimos la razón?
Yo no sabía nada de nada, no sé ni cómo aprobaba. Un día en ciencias naturales empezamos a estudiar las rocas y después de clase nos fuimos a la vía del tren a buscar piedras. Encontramos basaltos, ofitas, granitos y muchas más. En el camino de vuelta nos salieron unos bandoleros para robarnos, todos corrieron menos yo, así que me dispuse a defender mi tesoro de los ladrones. Yo quería ser geólogo.
Cuando uno llegaba al colegio con zapatos nuevos todos los niños le daban el estreno pisándolo. Lo mismo pasaba cuando te pelabas que te hinchaban a collejas. Si nuestras madres hubieran sabido del sufrimiento que padecíamos nos hubieran dejado ir al colegio con zapatos viejos y los pelos largos.
Para recaudar fondos para el viaje de fin de curso, los de octavo nos pusimos a vender cuñas y palmeras en el recreo. Cierto es que todos nos comíamos alguna cuando nadie nos veía, pero nada comparado con el negocio que tenía el grupito de los tecnócratas; Inflaban los precios, mentían en los beneficios y luego se repartían las ganancias. Si por aquel entonces no hubieran quemado a Malagón los hubiéramos descubierto, pero la mayoría éramos muy malos en mates. No había quién pudiera con la mafia de las cuñas y las palmeras.
Fue uno de mis mejores amigos, que me lo reconoció días después.
La profesora de historia, osease, la gorda, me come la poya...
¡coño dilo bajito, pero no lo escribas so cabrón! Le dije yo. Fue una actitud muy cobarde la suya porque se lió una buena. Llamaron al director y al no salir el culpable mandaron fusilar a tres inocentes, tres niños que tenían toda una vida por delante.
Tres de ustedes por cada uno de nosotros, repetía una y otra vez el director.
Un día el Concorde pasó por encima de nuestro colegio, y con el ultrasonido se rompieron los cristales de las ventanas y las probetas del laboratorio. Una profesora se volvió loca y se suicidó tirándose por las escaleras, mientras que los doberman del portero se escaparon atacando y devorando a un niño que estaba castigado en el pasillo. El director mandó una carta de protesta al consulado de Francia. ¡Anda que no era nadie el tío!
¿Te acuerdas que antes los profesores podían fumar en clase? Suena raro ¿verdad? Pero bueno era así, lo mismo que darte de bofetadas o humillarte delante de toda la clase. Don P. tenía los dientes amarillos del tabaco y daba ostias como panes, pero yo prefería una buena bofetada a que me chillara en la cara pues su fétido aliento era capaz de matar a un niño.
Los niños malos del colegio eran tan malos que un día, visitando el Museo Arqueológico, le quitaron un diente al esqueleto de una tumba de neardental. La dirección del museo prohibió las visitas de grupos de nuestro colegio. Lo del diente salió hasta en El Correo de Andalucía.
Después de los del diente del museo, el programa de excursiones del colegio se limitó a la Tabacalera y la fábrica de la Cruzcampo, pero allí también pasó algo, robos de cigarros, borracheras, cosas de esas. ¡Joder! Es que nos lo ponían a huevo.
Macarena era muy guapa pero muy fresca y algo machorra. Jugaba al fútbol con nosotros, olía a sudor y tenía las piernas llenas de cardenales. Un día se quitó la camiseta, todos le vimos las tetas y fue entonces cuando se puso colorada. Yo creo que hasta ese día no supo que era una niña.
Los Torres eran malos, pero malos de verdad. El pequeño de ellos estaba en clase con nosotros y era amigo nuestro, pero un día recibió órdenes de sus hermanos de exterminarnos a todos y se dedicó a ello con entusiasmo durante semanas enteras. Conmigo hizo una excepción y me dijo que me perdonaba la vida pero que le tenía que ensañar el panteón de dioses hindúes y griegos. Algunas veces pienso que fui un cobarde en aceptar aquel bochornoso trato.
Los dos contendientes se citan en el patio para pelear; bajo la acacia se miran a los ojos y empiezan a darse empellones;
¡Que!
¡Que de que!
¡Que de que de que!
¡Que de que de que de que!
¡Que de que de que de que de que!
Hoy, treinta años después de aquello siguen allí dándose empellones bajo la acacia, con familia y todo, pero allí siguen.
Los niños formábamos en fila india para entrar en clase, luego los profesores nos hacían una señal y todos le seguíamos disciplinadamente.
A un profesor se le ocurrió hacer el estornudo gigante haciendo que cada fila dijera a la vez el nombre de un país: Austria, Alemania, Hungría, Francia. Así lo hicimos, y entonces obró el milagro: Sonaron en acompasado estruendo ¡las primeras estrofas del Nabuco de Verdi! Los niños no nos dimos cuenta entonces de lo que habíamos conseguido, pero alguno de los profesores manifestó que jamás oyó nada tan bello.
En el viaje de fin de curso todos los compañeros nos confabulamos a que no podíamos volver a casa sin follar;
¡a follar! ¡a follar! Oé, Oé, Oé, maricón, el que no folle eran algunas de nuestras consignas... casi ninguno teníamos la más remota idea de que iba el asunto, así que quién no fuera capaz de desembarazarse de semejante presión no podría disfrutar de aquel maravilloso viaje.
Un día nos dijeron que ya habíamos terminado la EGB y que teníamos que abandonar el colegio. Nos habían contado tantas cosas terribles de la calle que tratamos de convencerles de que nos permitieran quedarnos un año más, pero fue inútil. Cerraron las puertas y mandaron soltar los dobermanes del portero. Antes de salir corriendo y saltar la valla como todos, pude ver como en la semioscuridad del recibidor se arrancaban su envoltura humana y dejaban a la luz un cuerpo lleno de escamas y espolones. Dios de mi vida ¡eran lagartos!
Nota:
Dedicado a mis compañeros de la EGB en el Joaquín Benjumea Burín y del Lope de Rueda, colegios del Parque Alcosa. Sevilla. En realidad, aquellos profesores no eran lagartos ni mucho menos, eran hombres y mujeres con todos sus virtudes y defectos que se dejaban la piel en la ardua tarea de enseñarnos.(Rafael Vargas Villalón. Setenil de las Bodegas. 11 de Noviembre de 2011)